martes, 22 de noviembre de 2011

A veces uno se cansa, pero te prometo que el final compensa.

Si nos ponemos a pensar, la vida es esperar y esperar. 
Hay esperas de dos minutos; como la de la cola del súper cuando compras chocolate, o la del cine si vas a ver una gran película.
Las hay que te llevan toda una vida; como la de la jubilación, el pelo lleno de canas, las arrugas, o la espera a dar respuesta a la pregunta: “¿Qué hay después de la muerte?”.
Y por último, están las esperas de tiempo indefinido. Y qué mejor ejemplo que el de: “ese chico” (y no, no me refiero al que ya conoces y que deseas que de repente venga y te bese; para nada, a ese ya lo tienes muy visto). Lo que todos queremos es que sin previo aviso, el destino nos dé una sorpresa, y nos mande a alguien nuevo (que aparezca de la nada). Alguien especial, inimaginable, que reconozcamos en el momento en que aparezca.
Sin embargo, en ocasiones, la otra persona se retrasa.
- Los hay que se dan por vencidos, se marchan, y renuncian a lo que podría llegar a ocurrir.
- Los hay que esperan siempre sin moverse del sitio, imaginándose como será y aferrándose a un sueño, a un futuro incierto.
- Y luego hay personas como yo, que cada día dedican un ratito a no perder la esperanza, que saben que algún día llegará; pero que mientras tanto, aprovechan el tiempo que les queda. Que la vida son dos días, y resulta inútil malgastarlos esperando.


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