sábado, 5 de noviembre de 2011

Lo unico capaz de consolar a un hombre por las estupideces que hace es el orgullo que le proporciona hacerlas.

Amanece un nuevo sábado del mes de noviembre, como cualquiera de los anteriores que desperté junto a ti. A mi lado, en la cama, ya no hay nadie. Mi almohada te echa de menos cada noche, mis sábanas ya no huelen a tu One Million, de Paco Rabanne. El puto móvil no para de sonar:
-¿Estás bien tíaaa?
+Por supuesto que sí, estoy de puta madre, ¿no lo ves? Aún así se agradece el apoyo.
-Bueno tía cualquier cosa llamas eh.
+Claro, no tenía otra cosa mejor que hacer, por cierto, ¿tú eres...?
Harta de amigas falsas, de gente que te pregunta por interés, de zorras que se meten en medio, de chicos influenciables (-¡pues a mí me la sopla lo que me digan! +eso no te lo crees ni tú, eres como el resto, igual que todos, asúmelo), de los que se alegran cuando te ven mal (-qué guay, por fin lo dejaron. +hola, perdona, ¿de qué vaas?), esos que están ahí esperando encontrar su oportunidad de darte donde más te duele, tan harta de verte con otras, de que no me eches de menos, de que ya no pienses en mí al acostarte, cansada ya de querer volver a leer tus "buenos días princesa", de borrar fotografías y de fingir que todo va bien. Igual debería decirte que te quiero, o que te necesito aquí, que hiciste mal al dejarme marchar, que te pudo el orgullo y que después de todo fuiste tú el que te rendiste. Pero da igual, ninguna de esas palabras va a cambiar nada a estas alturas.


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