Bastaba un cruce de miradas. Uno de esos que sin decir nada
lo dicen todo. Quizá ya no estemos como antes, quizá no nos veamos de la
misma forma. Quizá ya no me veas igual. Quizá, quizá quizá… ¿Y qué? Tú sigues
siendo el mismo. El mismo que con un puto beso en la mejilla me dejó tonta, el mismo que me
seguía mandando mensajes cuando yo no contestaba, o cuando estaba dormida…
El que se perdió conmigo por las calles lloviendo y
me contaba mentiras mientras sujetaba mi mano. El que me dijo que me quería al segundo de hacerme pasar el peor rato de mi vida,
que me hacía apuestas sin sentido, se ponía celoso y no me lo decía; y me llamaba guapa cuando yo solo le decía cosas malas. Y aunque no eras el mejor, ni el más gracioso, ni el más listo, ni el más romántico, ni el que estaría ahí siempre, decidí apostar por nosotros; porque creí que había algo que nos impedía alejarnos el uno del otro. Y así me drogué, diciéndome a mí misma que pronto abrirías de nuevo la puerta de mi habitación y me harías cosquillas en la espalda. Pero después de todo tú volviste, y ahora sí que no sé a que estás esperando para hacer la maleta y escaparte conmigo lejos, a Nueva York como yo propuse; o al fin del mundo, como tú me solías decir. Yo te estaré esperando con mis cosas frente a mi puerta, en el banco de siempre, con la chaqueta que me regalaste; y sin perder esa sonrisa que tanto te gustaba. Me debes un abrazo.
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