Peeta
-digo, como si nada-, en la entrevista dijiste que estás enamorado de mí desde
que tienes uso de razón. ¿Cuándo empezó esa razón?
-Bueno,
a ver... Supongo que el primer día de clase. Teníamos cinco años y tú llevabas
un vestido de cuadros rojos y el pelo..., el pelo recogido en dos trenzas, en
vez de una. Mi padre te señaló cuando esperábamos para ponernos en fila.
-¿Tu
padre? ¿Por qué?
-Me
dijo: «¿Ves esa niñita? Quería casarme con su madre, pero ella huyó con un minero».
-¿Qué?
¡Te lo estás inventando!
-No,
es completamente cierto. Y yo respondí: «¿Un minero? ¿Por qué quería un minero
si te tenía a ti?». Y él respondió: «Porque cuando él canta... hasta los
pájaros se detienen a escuchar».
-Eso
es verdad, lo hacen. Es decir, lo hacían -digo.
Pensar
en el panadero diciéndole eso a Peeta me desconcierta y, ante mi sorpresa, me
emociona. Me parece que mi renuncia a cantar, la forma en que rechazo la música
no se debe en realidad a que lo considere una pérdida de tiempo. Podría ser
porque me recuerda demasiado a mi padre.
-Así
que, ese día, en la clase de música, la maestra preguntó quién se sabía la canción
del valle. Tú levantaste la mano como una bala. Ella te puso de pie sobre un taburete
y te hizo cantarla para nosotros. Te juro que todos los pájaros de fuera se
callaron.
-Venga
ya -repuse, riéndome.
-No,
de verdad. Y, justo cuando terminó la canción, lo supe: estaba perdido, igual
que tu madre. Después, durante los once años siguientes, intenté reunir el
valor suficiente para hablar contigo.
-Sin
mucho éxito.
-Sin
mucho éxito. Así que, en cierto modo, el que saliese mi nombre en la cosecha
fue un golpe de buena suerte.
Durante
un instante siento una alegría casi absurda y después no entiendo nada, porque
se supone que estamos inventándonos estas cosas, fingiendo
estar enamorados, no estándolo de verdad. Pero lo que cuenta Peeta suena a
verdad: la parte sobre mi padre y los pájaros, y es cierto que canté el primer
día del colegio, aunque no recuerdo la canción. Y ese vestido de cuadros
rojos... Existía, lo heredó Prim y acabó tan desgastado que quedó hecho trizas
después de la
muerte
de mi padre. Eso también explicaría otra cosa: por qué Peeta se arriesgó a una paliza
por darme el pan aquel horrible día. Entonces, si todos los detalles son ciertos...,
¿podría serlo lo demás?
-Tienes
una... memoria asombrosa -comento, vacilante.
-Lo
recuerdo todo sobre ti -responde él, poniéndome un mechón suelto detrás de la
oreja-. Eras la única que no se daba cuenta.
-Ahora
sí.
-Bueno,
aquí no tengo mucha competencia.
Quiero
retirarme, cerrar de nuevo las compuertas, pero sé que no puedo, es como si
oyese a Haymitch susurrándome al oído: «¡Dilo, dilo!». Así que trago saliva y
me arranco las palabras.
-No
tienes mucha competencia en ninguna parte.
Esta
vez, soy yo la que se inclina para besarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario